Texto y fotos: Julie Sopetran
Éramos un grupo pequeño, unas cinco personas, nos llevaron a conocer el norte del Estado de Michoacán. El guía nos hablaba de los lugares de Penjamillo. Era un día muy placentero, los encinos ostentaban su verdor y el relieve volcánico pertenecía a Durazno, Encinal, Tanguito, Mecate, Cantera... El paisaje, nos hablaba desde sus propios encantos ancestrales. La belleza de este lugar, me hacía pensar en algo a lo que no estaba del todo acostumbrada: ese fuego interior de la tierra, guardado cautelosamente entre las montañas. La tierra negra, sin cultivar, las gentes sencillas todavía guiando con una mula el antiguo arado romano…
Las grandes explanadas donde las vacas libremente pastaban, no recuerdo bien si el agua venía del Río Angulo o eran los bordes de Tanguito y de los Puercos, famosos manantiales de aguas frías. Pero lo que sí recuerdo es la gran carretera, finalmente terminada, según nos decían. Me cuesta recordar el nombre: Zacapu-Puruandiro, una de las principales vías de comunicación del Estado.Panindícuaro está situado a una altura de 1,820 metros sobre el nivel del mar. Está situado a unos cien kilómetros de Morelia y cuenta con unos 16,000 habitantes.Nuestro guía ponía énfasis en la antigüedad de este pueblo que ya existía mucho antes de que llegaran los españoles, era la frontera cultural entre purépechas y chichimecas.Juan Villaseñor, en 1541, con Luis de León Romano y Juan de Alvarado, fueron encomendados por el Virrey para conquistar Valladolid, lo que hoy es Morelia. Tenía un amigo en España con este apellido: Villaseñor, excelente pintor, ya fallecido que me hizo pensar si todo esto no tendría algo que ver con mi región de La Mancha.
En 1570, Panindícuaro era uno de los barrios de Puruandiro y en 1583 ya era pueblo asentado en lo que llaman “Janamo”, hoy el lugar de San Andrés de Panindícuaro. Nos contaron, que al principio, las familias vivían un tanto desparramadas por estos lugares, juntándose, posteriormente en los rellanos más adecuados para las familias.En el siglo XVIII, eran ya pueblos agrupados, organizados en repúblicas, con su alcalde, su regidor, su prioste, su alguacil, fiscal… En 1850, era un pueblo muy organizado en sus cuatro manzanas, pero en 1970, Panindícuaro creció tanto, que llegó a los veintidós mil habitantes. Con la revolución de 1910, muchos vecinos huyeron a Guadalajara de Jalisco y a la ciudad de México, gentes que, luego fueron prominentes comerciantes. Sus descendientes, hoy, son ricos empresarios. Aunque en esta época de la revolución el pueblo quedó reducido a la mitad. Panindícuaro celebra sus fiestas principales el día tres de Mayo, siendo de gran trascendencia su Semana Santa.
Nuestro guía había nacido allí y nos llevó a la casa de su madre para que conociéramos cómo era una casa mexicana por dentro con familia incluida. Antes de llegar a Panindícuaro, nos tomamos un bocacillo en pleno campo contemplando a majestuoso paisaje de Michoacán.Al llegar, me sorprendieron los colores de las casas, las paredes pintadas vivamente, los murales, los letreros de las tiendas, los esquinazos de las calles hechos artísticamente. Me parecía increíble ver pintada, con tanto humor, la muerte en los cristales de una panadería.
El mexicano expresa abiertamente su imaginación en cada rincón de los acogedores poblados.Pero lo más sorprendente fue entrar a una casa mexicana, con grandes espacios, tanto de jardines como de habitaciones, salitas de estar, patios, encrucijadas, balcones, escaleras, estancias que indican la unión familiar. Desde los juguetes de los niños al lugar de costura. Por fuera no aparentaba sus grandes dimensiones interiores. Fue, sí, descubrir un mundo mágico, lleno de historias familiares, tan ajenas a mi, pero a la vez tan cercanas. La abuela Doña Pompeya Orozco, viuda de Gómez, nada más vernos, comenzó a preparar en su cocina, un café de puchero. Las paredes de la cocina me llamaron mucho la atención. La cerámica estaba colocada de una forma circular, como si de un sol se tratara. Los dormitorios tan ordenados como limpios. Con sus colchas azuladas. Cuadros antiquísimos. Cirios. Colecciones de imágenes. Más que una casa típica mexicana, todo me pareció un auténtico museo familiar.
En aquella casa se respiraba la cordialidad, nos acogieron como si nos conocieran desde siempre. Las hermanas de nuestro guía, los tíos, los primos, los niños, los compadres, todos querían saber de nuestros lugares de origen, preguntaban con interés y a la vez nos mostraban con mucho cariño, todo lo que tenían para enseñarnos. Quiero recordar aquí, algunos de los nombres que apunté en mi libreta: Guillermina, Guadalupe, Carmen Mariela, Teresa, Eduardo, etc. Y luego nos hablaban de los apellidos: Gómez, Orozco, Pompeya…Sumaban más de veintidós nombres de familia, unida.
Todos estaban interesados en esa palabra que debiera ponerse de moda en todo el mundo: ¡Compartir! Doña Pompeya nos sirvió un café de olla riquísimo. Aunque el café es originario de Yemen, en México se toma de una forma diferente. Se hace en una olla de barro que humea al hervir. Los árabes dicen que fue el ángel San Gabriel el que trajo el café, lo cierto es que se ha extendido por todo el mundo y, en México, a mí es donde mejor me sabe. Se hace con azúcar moreno, que allí lo llaman “Piloncillo”.
Es un azúcar especial que se usa en muchos platos de la cocina mexicana. Doña Pompeya, puso el agua a hervir, seis vasos de agua, ciento ochenta gramos de piloncillo, canela en rama, cinco clavos de olor, unos setenta y cinco gramos de café tostado y molido, pero no muy molido. Todo lo dejó hervir un minuto. Apagó el fuego y lo dejó en reposo durante otros cinco minutos, lo coló y nos lo sirvió ofreciéndonos a la vez deliciosos dulces. Con ese sabor a café bien hecho, regresamos a Morelia para seguir las rutas.